
Causa UNO. La tele a un clic. A priori, parece que el problema de los canales tradicionales está en que el espectador ya no va a esperar a un horario si cuenta con grandes catálogos en las plataformas bajo demanda, que nos permiten ver series y programas cómo y cuándo queramos. Encima con una duración menor de una hora, fácil de conciliar frente a programas estirados hasta las tantas de la noche. Ahí es donde, en realidad, empezó el problema real de la televisión tradicional en España: en su desorden.
Causa DOS. La programación a la contra. La televisión tradicional sigue siendo el gran medio de masas. Cuenta con la fuerza única de poder conectarnos en directo al mundo y la posibilidad de realizar estrenos que podemos comentar con el disfrute de la liturgia colectiva. Sin embargo, en nuestro país al prime time le cuesta superar ya el millón de espectadores. La culpa es la mala imagen de la tele. El origen está en una feroz competitividad que empujó a que nada tenga una cita definida en un sitio concreto. Es imposible seguir la ubicación de los programas, así que el público tira la toalla. Para qué aguantar mareos con la cantidad de contenidos que podemos deslizar con nuestro dedo en nuestro propio móvil.
Causa TRES. Las ojeras. Como el público en España no sabe cuándo empiezan y cuando terminan los programas y las series, ha interiorizado que todo llega tarde. Muy tarde. Porque ni siquiera se cumplen bien los horarios previstos de programación. Las apuestas se inician con retraso, se estiran para inflar el resultado de cuota de pantalla y, después de multitud de rodeos, además terminan a las tantas. Y, claro, el público se duerme antes de poder ver el desenlace. Imposible engancharse a nada si la trama queda inconclusa en tu cabeza. Esa desconfianza es el principio de la huída de espectadores más allá de que exista Netflix. En las plataformas también frustra mucho el tiempo que se dedica a encontrar oferta apetecible y el público agradece dejarse descubrir a través del fabuloso invento del zapping: sólo hay que sentarse delante de la pantalla y dar al mando a distancia.
Causa CUATRO. La batalla de los clones. Todos los programas de entretenimiento se parecen demasiado y las series no chutan en el prime time español, pues se desvaneció la paciencia para ubicarlas en un horario reconocible que se quedara en la rutina de la audiencia. Lo tenía Cuéntame cómo pasó en su emblemática noche de los jueves y la última temporada se cambió de franja. Esa táctica tan a corto plazo ha sido el mal de la televisión actual para ser más competitiva frente a las plataformas.
Hay muchos canales, pero la celeridad ha despistado al espectador a la vez que ha homogeneizado los contenidos hasta desvanecer personalidades propias. El público se siente asistiendo a un bucle anodino, donde no sabes qué se emite cada día porque todo cambia de horario y porque, a la vez, todo se parece demasiado. Ideal para extraviarse más. Pero la baza de las televisiones nacionales sigue estando en su capacidad de retratar la proximidad, lo que nos hace singulares y que es lo que nos permite sentirnos reconocidos. Si la pluralidad creativa nacional salta por los aires, el público va a otros lugares a encontrarse. De ahí el boom del género del podcast, por ejemplo.
Causa CINCO. La (des)concentración. Los podcast se pueden acelerar si un contenido aburre. En cambio, la televisión en directo no se puede avanzar hacia delante ni ver a más velocidad. Estamos rodeados de armas de distracción masiva en nuestro bolsillo (en el móvil) y somos más impacientes que nunca. Sin embargo, la compañía de la televisión se mantiene prendida cuando nos entretiene descubriéndonos y cuando se atreve a desmontarse prejuicios sobre sí misma.
Causa SEIS. Todo lo anterior es real, pero también es mentira que la gente haya dejado de ver la televisión. El público vuelve a las cadenas de siempre si se siente reconocido, si no se le marea. Si la tele se toma a su sociedad en serio hasta cuando se ríe a carcajada limpia.
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